Una vida dedicada a la “búsqueda de Dios” y a cantar su misterio en el silencio, en la oración personal y en la liturgia, en el trabajo y la asidua escucha de la Palabra, en comunión profunda con toda la humanidad: he aquí sintetizados algunos de los elementos fundamentales de la vida monástica, no obstante la riqueza y la variedad de sus formas. Una vida sin alguna finalidad o utilidad especifica, casi “desperdiciada”, para indicar aquello que es, o que debería de ser la misma vida cristiana: una existencia donde el amor de Dios y el amor por Dios ocupa el puesto central, dando sentido y consistencia a cada aspecto de la vida.
Los monjes y las monjas “separados del mundo”, permanecen unidos a sus hermanos, y hermanas a través de una profunda comunión con Cristo, participando a las alegrías, al trabajo y a las esperanzas de la humanidad asumiéndolos en su incesante oración al Padre.
“Nada anteponer al amor de Cristo”: es este el principio-guía que anima la vida de la monja benedictina; vida que es un camino, un itinerario donde no faltan las dificultades, porque se elige el recorrer la “vía estrecha” de la cual habla el Evangelio, pero en donde – como promete San Benito y como nos es dado de experimentar – el corazón progresivamente se dilata en la alegría y en la libertad del amor recibido y restituido.
Aquello que san Benito propone a los monjes de cada tiempo y de cada latitud no es otra cosa que el Evangelio vivido: una vida modelada sobre Cristo muerto y resucitado, en un camino de obediencia, hasta el final de la donación total de sí, hasta el final de la cruz y…más allá. Una vida iluminada por la luz de la Pascua y regulada por las leyes de la caridad. He aquí el secreto de la “pax” benedictina.
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